La prostitución foodie ya no tiene freno. La viralización mal entendida ha convertido la gastronomía en un escaparate donde prima el impacto rápido sobre el respeto por el producto, la tradición y las personas que están detrás de cada negocio. Y lo peor es que todos hemos sido cómplices, en mayor o menor medida.
Admito mi parte de culpa. He enseñado algunos sitios que merecían reconocimiento, pero en el camino otros han querido prostituir la idea. Lugares con alma, con historia, se han visto reducidos a un mero decorado para contenido de consumo inmediato, sin importar su esencia ni su verdadero valor gastronómico. Todo por likes, todo por visitas, todo por la obsesión de ser tendencia.
El caso de Casa Moreno, Kiko de la Chari o Manolo Cateca son el ejemplo perfecto de hasta dónde ha llegado este circo. ¿Cómo se le puede enfocar la cara a Emilio Vara sin haber hablado antes con él? ¿Cómo se puede transformar un santuario en un trofeo de caza para redes sociales? La viralización mal entendida los desnaturaliza, los convierte en escaparates sin alma y, en el peor de los casos, los destruye.
La prostitución foodie harta de la viralización hamburguesil se intenta apropiar de lo tradicional y lo transforma en algo chabacano, en una puesta en escena sin profundidad. Se ha normalizado el exhibicionismo gastronómico sin contexto, sin historia, sin la mínima intención de entender lo que se está mostrando.
Sacan los platos a la calle, sosteniéndolos con las dos manos mientras los muestran a cámara, dejando que se enfríen mientras buscan el ángulo perfecto. Y todo ello con una puesta en escena que roza lo absurdo. Han convertido la experiencia del tapeo en un teatro sin alma, donde lo importante ya no es lo que se come, sino cómo se ve en pantalla.
Esto va a más, y ya no hay quien lo pare. La gastronomía merece más respeto, los bares y restaurantes merecen más respeto, y quienes de verdad aman la comida y la tradición deberían replantearse si quieren seguir alimentando esta maquinaria absurda o volver a lo esencial: comer bien, disfrutar y recomendar sin convertirlo todo en una feria.
No sé si estamos mutando a un tipo de gastronomía de cartón piedra. La obsesión por la viralidad ha convertido en espectáculo lo que antes era disfrute. Ahora no importa si el producto es realmente bueno o si el lugar tiene alma; lo importante es que salga bien en cámara y genere la cola más larga posible. ¿Es este el futuro de la gastronomía? Ojalá no.